domingo

Nueva Zelanda

Estoy segurísima de que un escritorio de Nueva Zelanda es aún menos interesante que el que me espera en Madrid a mi vuelta. Por lo menos mi escritorio de Madrid no tiene trazos de expectativas trituradas de una vida en el extranjero.
No tengo ni idea de qué es lo que voy a contarles cuando vuelva a casa. Sé que esperan, ansiosos por escuchar mis historias. Las mismas historias que anduve anticipando antes de poner un pie en Galway. Tal vez les cuente...
¡Lo contenta que estoy de volver! ¡Oh sí! ¡Y el cielo! El cielo hermoso y azul, con su brillante sol amarillo.
El mismo cielo y el mismo sol que dejara una vez atrás.
Cómo explicarles que la belleza que esperaba de las pintorescas colinas, el fluir de los ríos y la grandeza de los valles más verdes ya la había vislumbrado desde lo alto de las terrazas de mi ciudad,
caminando por la Latina,
en la sonrisa de un desconocido del metro,
en los acordes de una guitarra.
Cómo les digo yo que en lugar de la aventura de mi vida, me he topado con que el verdor de la hierba sólo escondía un montón de promesas incumplidas. Que me pareció haber encontrado lo que buscaba y lo perdí por el camino.
Ojalá alguien me hubiera prevenido sobre todo esto antes de haberme dejado todas mis ganas repartidas por los aeropuertos y una bolsa de ropa sucia en aquel hostal de Krakovia, o antes de haber derramado un vaso de vino en aquella alfombra.
Supongo que puedo contarles que me he dado cuenta de que aquí tengo todo lo que necesito.
Pero no todo lo que quiero.
Quiero probar todas las estaciones de tren de Europa, comer pasta durante tres días seguidos, que ese piso no sea como me esperaba, que mi compañero tenga el síndrome de Tourette.
Quiero echar de menos sin estar de más.