Debajo de mi cama,
junto a una montaña de calcetines,
la desesperación de un beso tardío,
juegan los gnomos con las ociosas pelusas.
Corren, saltan, ruedan,
hacen el amor
tras las patas carcomidas,
peinan y colorean sus melenas
 con tintes otoñales de hojas
secas,
 
caídas, olvidadas y pisadas;
corrigen las faltas de ortografía
de intentos de poesía
arrugados,
doloridos, rasgados, tatuados
en tinta negra escupida por un bic de 60 céntimos;
colocan el polvo en las estanterías, 
sepultan bajo él los libros gastados, 
desvaídos, incomprendidos, asexuados; 
distraen al gato, le atusan los bigotes 
y charlan con sus malas pulgas;
esconden mis zapatillas grises
y me recuerdan he de actualizar el antivirus. 
Y por las noches ofrecen en sacrificio ácaros vírgenes 
afincados en mi alfombra azul; 
y juran ante el altar de Lewis Carroll 
obediencia absoluta y total dedicación 
al desorden, el rock&roll y la cerveza.
 
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