El tren se acerca al andén; un
enjambre de olores, colores y músicas irrumpe en la estación. En seis horas cruzaré
la frontera. Me precipito sobre el asiento como una cascada, fusionándome capa
a capa: la tela vaquera, el plástico, los raíles, los cimientos de la ciudad.
La oscuridad exterior transforma
el cristal en un espejo perfecto. Soy hija del Drama, reptando sobre la selva
de asfalto como un animal salvaje, furibundo debido a la falta de sueño. Me camuflo
en la hierba más alta, pululo por calles obscuras, donde mi disfraz de
normalidad se resquebraja, y una brisa inocua inunda mi pecho.
Desenmascaro el rostro de todos
los reyes de todas las monedas que caen de todos los bolsillos de todos los pasajeros
de este tren, y éstas me arrastran hasta el fondo del mar. Las algas se enredan
en mis piernas y me arrastran. Me ahogo entre peces abisales y arrecifes del
coral más brillante. Espero que la marea me devuelva a la playa, pero este
ciclo lunar se eterniza sobre la superficie serena del agua.
Emerjo entre el traqueteo, el
horizonte surge entre verdes colinas. “Solo consumo drogas legales”.
Pastilla para olvidar.
Pastilla para la tristeza.
Pastilla contra la apatía.
Pastilla para dormir.
Pastilla para llegar al final del
túnel.
Pienso en los que trabajan en el
turno de noche, en cómo arrastran las suelas de sus zapatos sobre el suelo
encerado, y me los imagino con cabezas de animales; de vacas, de ovejas, de
cabras. Los pasillos se evaporan entre verdes prados y solo queda ganado.
Mi cerebro se agita con la
evocación de una canción, el río fluyendo, las gaviotas, el viento moviendo los
finos gránulos de arena que caen entre mis dedos.
Al abandonar el vagón me llega el
olor sublimado de la playa, el rumor de las olas se extravía entre las voces de
la megafonía.
Tengo miedo de dejar la estación.
Puede que la hierba ya no esté tan
alta.
Puede que más allá de las vías
sólo esté el purgatorio.
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